La luz de Andrew
Por: Anna Iserte Jené, Fátima Cevallos Correa
Con la respiración agitada y el corazón reventándole en el pecho saltó detrás de un tronco caído y se quedó quieto como una piedra, escuchando atento, a ver si distinguía algún indicio de haber sido descubierto. En un minuto eterno de espera escuchó el inconfundible sonido de la nariz que husmeaba el suelo, las ramitas y hojas que crujían al ser pisadas y, enseguida, el ladrido de Terry que lo había encontrado. El enorme animal le saltó encima y comenzó a lamerle la cara frenéticamente. Andrew se reía por las caricias torpes y húmedas de su amigo, mientras intentaba salir de debajo suyo. Sucio de pies a cabeza, se levantó y emprendió la vuelta a casa. Se habían alejado bastante de la zona habitual y sus padres se iban a preocupar si no volvía pronto. De repente se dio cuenta de que caminaban en medio del silencio y un escalofrío le recorrió por la espalda. «Seguramente asustaste a los pájaros con tus ladridos, Terry», dijo en voz alta, más para convencerse a sí mismo y juntar coraje que otra cosa. Apuró el paso, pero entonces escuchó una risa a la distancia. Y luego otra, seguida de gritos y jaleo. Se quedó escuchando en una mezcla de fascinación y pánico: no era la primera vez que las escuchaba y cada vez lo intrigaban más, pero el susto le ganó a la curiosidad y salió disparado a su casa, con Terry siguiéndolo.
Apenas vio a lo lejos la casa conocida, se relajó y empezó a caminar tranquilo. Se tiró en la cama a mirar el techo y pensar. Cuando le había contado a su familia sobre esas voces que escuchaba en el bosque le habían dicho que no era nada, que seguramente era la imaginación jugándole una mala pasada, que había confundido un animal. Pero a él eso le sonaban a excusas. Siempre pensó que los únicos habitantes en esa parte del mundo eran él y su familia, jamás había visto a nadie más. Esta vez no le contó a nadie lo que había escuchado, pero se prometió que la próxima vez iba a investigar. En los días que siguieron volvió a salir al bosque. A veces recorría las zonas habituales, a veces se adentraba en algún rincón más profundo o exploraba zonas que no conocía aún. Hasta que finalmente, un atardecer, los volvió a escuchar. Se acercó lo más silenciosamente posible a los sonidos y espió desde atrás de un matorral. Era un grupo ruidoso de sujetos de su estatura, pero ¡tan distintos a él! Nunca había visto tal variedad de formas y colores en su vida.
En aquel momento uno de ellos se tapó los ojos y empezó a contar en voz alta, mientras los demás corrían desparramándose por el bosque. Antes de que Andrew pudiera reaccionar, la chica de cabello color zanahoria corrió hacia donde él se encontraba. Se hizo lo más pequeño posible en su escondite, pero de nada sirvió porque ella fue directa hacia ahí, sin duda para esconderse también. Andrew la miró aterrada y ella le devolvió la mirada, sorprendida. Se quedaron como congelados un momento, hasta que ella se agachó a su lado, le hizo un gesto para que se quedara en silencio y señaló al chico que estaba contando. Cuando éste terminó y se alejó a buscar a los chicos escondidos en otro lado, la chica lo tomó de la mano y lo llevó corriendo hasta el lugar libre que antes había ocupado al grito de «¡GANAMOS!». Cuando los vieron, los demás chicos olvidaron el juego y salieron de sus escondites. —Ey, Male, ¿y ese quién es? —No sé. Me lo encontré escondido allá atrás y no lo iba a dejar ahí —respondió ella con una sonrisa pícara. —Tú no eres de la escuela —dijo uno de los chicos. Andrew bajó la mirada, nunca había oído hablar de «escuela» ni había visto tanta gente junta en su vida. Un sentimiento de inquietud e incerteza le hizo vibrar, a la vez que su voz interna se preguntaba: «¿Por qué nunca he ido a esa escuela de la que hablan? ¿Será que en el bosque hay más casas?» No lograba entender lo que estaba sucediendo en aquel instante, mas no quiso quedar en evidencia y así cambió de tema rápidamente: —Tendría que irme, está anocheciendo. Los chicos lo interrumpieron y lo animaron a seguir jugando con ellos. Andrew los volvió a mirar y los enfocó con su linterna para verlos mejor.
Eran cinco niños y niñas, aparentemente de la misma edad que él. Estaba la niña a la que había oído que llamaban Male, con el cabello de color zanahoria, ojos grandes y verdes, manchas bajo los ojos y cerca de la nariz y una sonrisa perfecta. Luego reconoció a otro chico (que más tarde supo que se llamaba Jack), altísimo, con la piel oscura, piernas infinitas, y que cuando sonreía mostraba unos dientes blanquísimos. Hanna tenía una tela brillante que le envolvía la cabeza, unos cristales rodeados de un plástico de colores y la piel un poco más oscura que la de Male, pero menos que Jack. Lian era un chico curioso: iba sobre una extraña silla que tenía unas ruedas estrechas, las cuales hacía girar con sus pequeñas manos; también tenía un rasgo que llamó la atención de Andrew, sus diminutos y alargados ojos (se preguntó si podría ver bien con ellos).
Por último se fijó en Max, un chico que se escondía tras sus amigos y que llevaba el pelo largo («¡como las chicas!», pensó). No logró ver mucho más de él. —¡Venga va ahora te toca a ti Andrew!— le dijo Jack, a la vez que salía corriendo a esconderse. Los demás no dudaron en seguirle disparados, cada uno en una dirección distinta. Andrew empezó a contar –1, 2, 3…– y cuando llegó a 10 salió corriendo en busca de sus nuevos amigos. Se asomó al rincón dónde había conocido a Male, alumbró con su linterna y vio a Hanna. Aumentó el tamaño de la luz y –¡sorpresa!– pudo ver mucho mejor como era la chica: se le aparecieron imágenes de la niña rodeada de un montón más de niños, muy parecidos a ella; una mesa llena de comida que parecía riquísima; ella misma jugando a fútbol y una última imagen donde aparecían todos rezando. Volvió a enfocarla de cerca, gritó «¡te pillé!» y emprendió a correr hacía otra dirección donde le había parecido escuchar ruidos. Por suerte había oído bien: un poco más allá se encontró a Jack, tratando de recoger sus largas piernas para no ser visto. Repitió el mismo proceso que con Hanna: amplió el tamaño de la luz y entonces se le apareció Jack en una cocina con un delantal; a su lado apareció una mujer también muy alta con el pelo muy rizado recogido con una coleta. Ambos estaban amasando. «¡A Jack le gusta cocinar!», dijo Andrew para sí mismo. Luego vio imágenes de Jack jugando con una niña pequeña, paseando un perro y otra donde abrazaba a un hombre mucho más alto que él (cosa que le parecía imposible) vestido con un traje militar. Andrew sonrió y volvió a enfocar tan solo su cara. Se echó a reír cuando volvió a ver como Jack trataba de esconder sus piernas. —Eres bueno Andy, ¡a por otro ahora! —le animó Jack. Le gustó que lo llamara así, le recordó a como su mamá le llamaba cariñosamente. El siguiente al que encontró fue Lian. Para moverse con esa extraña silla, a Andrew le parecía que sabía esconderse muy bien. Cuando amplió la luz de su linterna para descubrir un poco más sobre él le sorprendió muchísimo lo que vio. «¿Lian puede jugar a basket?». En la imagen aparecía Lian encestando canasta rodeado de más chicos que montaban en sillas como la suya. Quiso saber más de él y amplió un poco más la luz: Lian era muy inteligente y se le daban genial las matemáticas –¡él las odiaba!–. Pensó que ya era suficiente y, cuando volvió a enfocar su cara, se encontró a Lian entornando sus pequeños ojos y con una gran sonrisa. Le devolvió la sonrisa y fue a por Male. Male era la que mejor sabía esconderse.
Era encantadora. Parecía que le gustaba estar con ella más que con los demás. Por fin logró encontrarla. Sentía mucha curiosidad por saber de ella. La enfocó y quedó hipnotizado por su belleza. «¡Vaya! Me has encontrado…», dijo ella devolviéndolo a la realidad. Antes de que ella pudiera salir corriendo con los demás, la enfocó con su linterna especial. Male parecía feliz en las imágenes, pero cuando amplió el foco pudo ver que añoraba tener un hermano con quien jugar. Descubrió que le encantaba dibujar y que... ¡le había dibujado a él! No lo podía creer. Siguió ampliando y vio como Male se miraba en el espejo y observaba cómo su cuerpo cambiaba a medida que crecía. Se puso colorado y dejó de mirar. Encontró a Male sonriéndole pero, antes de que ella pudiera decir nada más, Andrew salió corriendo. Solo le faltaba encontrar a uno y, la verdad, es que era al que más ganas tenía de conocer. Max se escondía en una especie de cueva que se había formado entre rocas y árboles. Parecía más asustado que decepcionado por ser descubierto. Esta vez Andrew tuvo que ampliar muchísimo la luz para poder ver más allá de los largos cabellos de Max. Y entonces comprendió por qué Max se mostraba tan tímido y descubrió que a veces no todos nos sentimos cómodos con el cuerpo que tenemos. Andrew vio a Max delante un espejo vistiendo ropa de su mamá, pintándose las uñas con Hanna y con Male, y observó cómo agachaba la mirada ante unos niños que lo miraban extrañados y se reían. Andrew decidió que quería que fuera Max quién le explicara más, así que apartó la luz y le sonrió. Volvieron juntos con los demás. Esa tarde fue una de las mejores de su vida y a partir de entonces volvió a ver a los chicos muchas veces más. Se ponían de acuerdo para encontrarse en el claro y, cuando llovía y se suspendía el encuentro, para Andrew eran los peores días de la semana. Les presentó a su perro Terry, que se hizo amigo del nuevo grupo tan rápido como él (que le dieran de comer cosas ricas seguro lo convenció rápido de que eran buena gente). Era fácil hablar con sus nuevos amigos. Andrew aprovechaba todas las oportunidades posibles para conocer sus costumbres y gustos. Cuando no se daban cuenta usaba su súper linterna para saber más de cada uno de ellos.
Una noche decidieron quedar todos y todas para hacer una excursión por el bosque. Habían decidido preparar un picnic y comerlo justo debajo de un gran árbol que había en medio, alrededor del cual la espesura de la vegetación dejaba un espacio perfecto para extender sus mantas y toda la comida que habían preparado. Todo transcurrió con total normalidad: comieron y bebieron mientras hablaban y compartían experiencias, explicaban anécdotas y reían. Pero justo cuando estaban a punto de terminar la cena el ambiente empezó a cambiar. Sonó un trueno y de repente pareció que la luz de la luna se apagaba, que el viento dejaba de soplar y que los ruidos del bosque empezaban a enmudecer. Todos quedaron paralizados por un momento, observando todo lo que estaba cambiando a su alrededor. Andrew metió la mano en su bolsillo y sacó su linterna para poder alumbrar y ver a sus nuevos amigos y amigas. De repente, sus figuras se empezaron a desdibujar, a cambiar y a transformarse. Dentro de las mochilas del resto de niños y niñas empezó a moverse algo. Estaban todos asombrados. Poco a poco, todos empezaron a atreverse a mirar en sus mochilas y descubrieron que cada uno tenía su propia linterna.
Empezaron a probar y cada una de ellas conseguía efectos muy diferentes. Algunas hacían que se borraran las características relacionadas con el género o que estas pasaran a un segundo plano para dejar más protagonismo, por ejemplo, a los intereses de cada uno. Otras actuaban igual con la edad, con la procedencia, con los gustos a la hora de vestir y dejaban más a la vista otras partes de los chicos y las chicas. Algunas de las linternas iban también cambiando conforme pasaban los minutos y permitían a todos y todas explorar partes de sus amigos que hasta ahora habían permanecido invisibles a sus ojos. Cuando se juntaban las luces de dos o más focos conseguían efectos nuevos e interesantes que hacían que todos se transformaran de nuevo. Estuvieron casi tres horas así. Entonces volvió a sonar otro trueno, la luz de la luna volvió a hacerse poco a poco más intensa, los ruidos del bosque volvieron poco a poco a oírse como al principio de la noche, las linternas empezaron a dejar de funcionar y todo volvió otra vez a la normalidad.
Todo, excepto ellos mismos. Habían recuperado su apariencia anterior, pero no podían evitar mirarse de una manera más amable y real, de ver en los demás y en ellos mismos cosas que antes les habían pasado desapercibidas. Estaban todos emocionados por haber podido verse a ellos mismos y a sus amigos de aquella manera, de haber podido mostrarse tal y como eran y de haber quedado transformados casi para siempre. Esa noche cambió para siempre la forma en que los amigos se veían entre ellos y a sí mismos. Andrew había aprendido con los años que algunas cosas no se preguntaban para evitar el mal humor y la incomodidad de los demás. Pero ahora los secretos ya no le daban más miedo. Todo esto daba vueltas por su cabeza y aprovechó la próxima ocasión en la que se quedó solo en casa para investigar. Había un desván lleno de cajas cerradas, que jamás de los jamases se podían abrir. Eran «las cajas que quedaron cerradas de la mudanza», según decían sus papás, pero siempre las trataban con evasivas. Así que decidió que era un buen lugar para empezar a revolver el misterio. Sacó todas las cajas y las fue abriendo una por una. A medida que iba sacando los objetos que contenían, una sensación extraña le recorría el cuerpo: eran cosas que no recordaba haber visto nunca en su vida, pero que tampoco le eran ajenas.
Estaba tan ensimismado que no escuchó la llegada de su familia, que lo encontró con todos los tesoros desparramados por el suelo alrededor suyo. Las miradas de Andrew y sus padres se encontraron llenas de desconcierto. El rostro de sus padres expresaba tristeza, no el enojo que Andrew había anticipado. —Ay, hijito… ¡no tenías que enterarte de esta forma! —dijeron mientras se sentaban a su lado. —¿Reconoces todo esto? —Andrew asintió, mudo. —Estas cosas eran tuyas, las mandaron contigo cuando viniste a vivir con nosotros. Eras pequeñito y, a pesar de que nos dijeron que habían, no sabemos como, borrado todo rastro de tu memoria para evitarte confusiones y sufrimiento, tú te acordabas de todo. Sabías cómo jugar y usar cada cosa... A veces incluso nos hablabas con palabras que no entendíamos. Entonces decidimos guardar todo, sacarlo de circulación. No sabíamos cómo explicarte cuando comenzaras a preguntar… —Bueno, fueron muchas cosas... —interrumpió su papá. —Nos dio miedo que quisieras conocer a tu otra familia, o que alguien más pidiera explicaciones de cómo habías llegado a casa… Y eso de la memoria borrada… ufff… En ese punto Andrew estaba totalmente perdido y preguntó: —Lo de la adopción lo entiendo, pero eso de la memoria borrada… ¿De qué estáis hablando? ¡No estoy entendiendo nada! Sus papás se miraron antes de continuar. —Es que no fue una adopción en sí… Andrew: tú llegaste a nuestra casa en una curiosa cápsula, con un mensaje que decía que tu familia era de un planeta inimaginable.
Te enviaron con nosotros, ya que había pasado algo que te ponía en peligro y quisieron protegerte. ¡Nos confiaron tu vida! No podíamos poner toda esa movilización en peligro. Por eso decidimos guardar las cajas y mudarnos a esta casa alejada de todo: alguien podía darse cuenta o incluso tú podías llegar a contar algo si seguías recordando. ¡No podíamos permitir que tuvieras que pasar por eso! —Pero papá… Es mi historia, mi vida… ¿Cómo pudisteis decidir algo así por mí? Era obvio que me iba a dar cuenta tarde o temprano… ¡Y todas las cosas que me perdí por esto! La escuela, mis amigos... —se calló de golpe porque se dio cuenta de que se había puesto en evidencia. Pero ahora no era momento de guardar más secretos. Pasaron el resto de la tarde entre sus anécdotas del bosque y los recuerdos de sus papás de antes de mudarse, destapando historias no contadas. Fue la primera de muchas conversaciones, porque digerir toda esa información no era sencillo. Andrew tenía la cabeza y el corazón llenos de emociones e información que quería compartir con sus amigos, pero no sabía por dónde empezar. Un día se le ocurrió llevar uno de los objetos de las cajas a uno de los encuentros. Cuando le preguntaron de dónde lo había sacado dijo simplemente que «estaba guardado en las cajas de antes de la mudanza». Se entretuvieron durante horas investigando el objeto y descubriendo sus usos. Así, poco a poco, fue compartiendo con sus amigos objetos, tradiciones y anécdotas que iba descubriendo de su pasado. Así, hasta que finalmente les contó toda su historia. Sus amigos sin duda se sorprendieron... Pero más sorprendido se quedó él cuando ellos empezaron a contar cosas que ellos también encontraban extrañas en sus familias. Secretos y rarezas. ¡Nunca los había sentido tan cerca! Fue tan bien recibido que se animó a pedir a sus padres que lo dejaran ir a la escuela al final del verano.
Todavía tenían un poco de miedo, pero tras conocer al resto de los chicos (y con mucho trabajo de convicción por parte de Andrew), aceptaron que su hijo tenía derecho a vivir su historia sin miedo ni vergüenza y a ser reconocido. Los secretos sólo le habían hecho perder una parte de sí mismo, que era tan valiosa como todo lo que había construido en sus años en la Tierra. Aquél fue el verano más difícil y más feliz que Andrew podía recordar. Le llevó mucho tiempo contarle a alguien más su secreto. Algunas personas lo miraban con intriga y otras, al principio, pensaban que su historia no era real. Había otras que lo acribillaban a preguntas ingenuas. Los que mejor lo conocían lo aceptaban abiertamente, sin tantos miramientos. Pasó el tiempo y, de boca en boca, se fue enterando todo el pueblo. Con los años Andrew elaboró un registro de todo lo que sabía de su planeta de origen y las autoridades idearon un plan para comunicarse con ellos. El plan está actualmente en marcha: requiere mucha información y equipos muy complejos de altísima tecnología que aún se están construyendo, pero sin duda va a ser uno de los grandes avances de la historia de la humanidad y la ciencia. Mientras tanto, Andrew está terminando la escuela. Sigue encontrándose con sus amigos y Terry en el bosque y disfruta plenamente de su historia, tan llena de riqueza humana, y de su vida tan maravillosa, que inspira y transforma a quién la conoce.
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